El Canon del Nuevo Testamento -I

En cuanto al significado de la palabra «canon» y su uso como un nombre técnico para designar la colección de los libros sagrados del Antiguo Testamento y del Nuevo, ver [Historia del Canon del Antiguo Testamento].

Aunque las raíces de la formación del canon se remontan a la era apostólica, durante varios siglos no fue posible lograr un reconocimiento uniforme de todos los libros del Nuevo Testamento en toda la cristiandad.

El canon del Nuevo Testamento no comenzó a existir por un decreto papal ni tampoco por la decisión de un concilio ecuménico de la iglesia.  Tampoco fue el resultado de un «milagro», según se afirma en el siguiente relato legendario: se dice que los delegados al Concilio de Nicea, deseosos de saber cuáles eran los libros canónicos y cuáles no, colocaron debajo de la mesa de la comunión todos los libros para los cuales se pedía un lugar en el canon.  Entonces oraron para que el Señor les mostrara cuáles eran los libros canónicos colocándolos milagrosamente encima del montón.  Según el relato, ese milagro sucedió durante la oración, y así se estableció el canon del Nuevo Testamento.  Este relato, de origen dudoso, no tiene la más mínima posibilidad de ser cierto.

Las Sagradas Escrituras en la iglesia primitiva

La colección de los escritos sagrados del Nuevo Testamento encontró su prototipo en el canon del Antiguo Testamento.  La LXX (Antiguo Testamento), que era en todo el mundo de habla griega la Biblia de los judíos de la dispersión (diáspora), se convirtió en la Biblia de la cristiandad.  Los cristianos aceptaron con ella la doctrina judía de la inspiración divina, de modo que en los libros del Antiguo Testamento no veían sólo las palabras de Samuel, David o Isaías, sino más bien la Palabra de Dios, el resultado del Espíritu divino y de una sabiduría divina.  Como los cristianos creían que los judíos habían perdido sus privilegios y habían sido rechazados por Dios por rechazar a Cristo (ver t. IV, pp. 32-35), la iglesia cristiana se consideraba a sí misma como la única que tenía derecho a ser dueña de esa Palabra de Dios y de interpretarla.  El Antiguo Testamento contenía profecías que señalaban a Cristo y también muchas gloriosas promesas para el verdadero pueblo de Dios, pueblo que los cristianos creían que eran.  Todo esto hizo que el Antiguo Testamento fuera amado por los primeros cristianos.

Además del Antiguo Testamento, la iglesia primitiva poseía las «palabras del Señor» como recibidas de Jesús mismo o de los apóstoles que habían sido testigos oculares.  La iglesia consideraba las palabras y profecías de Jesús en el mismo nivel de inspiración que las afirmaciones del Antiguo Testamento.  Por eso Pablo podía citar el Pentateuco como (1Tim. 5: 18; cf.  Deut. 25: 4) y unirlo con una declaración de Jesús (Luc. 10: 7).  Era sencillamente natural que cuando los apóstoles predicaban el Evangelio por todo el mundo, circularan oralmente muchas de las palabras del Señor y muchas reminiscencias en cuanto a él.  Un ejemplo de esto lo tenemos cuando Pablo, hablando a los ancianos de Efeso, usó un dicho de Jesús que no aparece en ninguna parte de los Evangelios (Hech. 20: 35).  Que la tradición oral acerca de las palabras de Jesús existía en el siglo II, queda demostrado por el relato de Eusebio (Historia eclesiástica iii. 39. 2-4) en cuanto al interés manifestado en ellas por Papías (primer tercio del siglo II).

Pero al mismo tiempo pueden verse en el más antiguo período cristiano ciertos pasos iniciales para la formación del canon del Nuevo Testamento.  En la primera generación de cristianos aparecieron registros escritos de la vida de Cristo.  En el prólogo de su Evangelio (cap. l: 1-4), Lucas testifica de que existían en su tiempo varias obras que describían la vida y las enseñanzas de Jesús, y prosigue asegurando a sus lectores que su narración es digna de fe.

Puede aceptarse que antes de terminar el siglo I la mayoría de las iglesias poseían el Evangelio escrito.  Es evidente que los padres de la iglesia estaban familiarizados con estos escritos, pues los citan.  La palabra «Evangelio» aparece en el Nuevo Testamento sólo en número singular para designar las alegres nuevas de Jesús.  Justino Mártir (c. 150 d. C.) fue el primero que usó el plural «los Evangelios» (Gr. ta euaggelía) para designar los relatos escritos de la vida de Jesús.  Poco a poco se comenzó a usar la frase «escrito está», que generalmente se utilizaba para citar el Antiguo Testamento, para referirse también a los dichos de Jesús.  La primera vez que se la usó fue en la Epístola de Bernabé (cap. 4), escrita antes de 150 d. C.  El cap. 14 de la así llamada Segunda Epístola de Clemente, de más o menos la misma fecha, habla de la enseñanza de los «Libros de los apóstoles» acerca de la iglesia, referencia que puede incluir los Evangelios y el Antiguo Testamento como los «Libros», y que ciertamente demuestra la categoría que habían alcanzado las epístolas en ese tiempo.

Además de los Evangelios circulaban otras obras cristianas en la iglesia primitiva; pero las epístolas del apóstol Pablo ocupaban el primer lugar.  Pablo escribió generalmente para hacer frente a problemas específicos en ciertas localidades; sin embargo, al mismo tiempo fomentaba la distribución de sus cartas, como es evidente  por su pedido de que los colosenses (Col. 4: 16) y los laodicenses intercambiaran sus cartas.  Puede asegurarse que antes de que su carta pasara a otra congregación, por lo general la iglesia que la tenía hacía copia de ella.  Las cartas de Pablo fueron quizá las que primero se copiaron, y esa colección de copias creció.  Que esta colección ya existía en los días apostólicos puede deducirse por lo que dice Pedro (2 Ped. 3: 15-16), alrededor tal vez del año 65 d. C.  Así también Clemente Romano, que escribió a la Iglesia de Corinto 30 años después, pudo amonestarles: «Aceptad la epístola del bendito apóstol Pablo» escrita a los corintios (1 Clemente cap. 47).  El hecho de que Clemente continúa refiriéndose al contenido de 1 Corintios parece indicar que esa epístola había sido guardada no sólo en Corinto sino que Clemente tenía también una copia a su disposición en Roma.

Otros testigos de que desde muy antiguo se distribuían los escritos de Pablo son Ignacio y Policarpo.  Ambos escribieron en la primera mitad del siglo II.  Alrededor del año 117 d. D., Ignacio escribió desde Esmirna a los efesios que Pablo «en toda su Epístola hace mención de vosotros en Cristo Jesús» (cap. 12).  Probablemente a mediados del siglo II Policarpo escribió a los filipenses acerca de Pablo, que «cuando ausente de vosotros os escribió una carta que, si la estudiáis cuidadosamente, encontraréis que es el medio para edificaros en aquella fe que os ha sido dada» (cap. 3).  En otra parte de la misma epístola (cap. 12) Policarpo cita a Pablo (Efe. 4: 26) como «escritura».  Estas afirmaciones indican claramente que tanto Ignacio como Policarpo conocían muy bien por lo menos dos de las cartas de Pablo y que esperaban que las iglesias también las conocieran.  Por eso parece probable que circulara ampliamente una colección de las epístolas de Pablo unas pocas décadas después de su muerte.

Otras epístolas, además de las de Pablo, deben también haber circulado desde los primeros años.  Pedro dirigió su primera carta a los cristianos de cinco provincias del Asia Menor, dándole así claramente el carácter de una carta circular.  Santiago tuvo el mismo propósito cuando dirigió su epístola «a las doce tribus que están en la dispersión».  Juan dirigió el Apocalipsis a las siete iglesias de la provincia romana de Asia y afirmó específicamente que tenía la inspiración divina en lo que escribía (cap.1: 1-3; 22: 18-19).  Es razonable entonces concluir que estos libros rápidamente alcanzaron una amplia circulación.

Frente a estas pruebas es obvio el hecho de que libros que se originaron en el tiempo de los apóstoles, y que referían la vida de Cristo o contenían importantes mensajes de los apóstoles, fueron muy estimados por la iglesia y se reconoció su autoridad.

Evolución del canon del Nuevo Testamento, 140-180 d. C.

El primero que estableció un canon del Nuevo Testamento fue el hereje Marción, aproximadamente a mediados del siglo II.  Marción era un consumado antisemita que sostenía que el Jehová del Antiguo Testamento, el Dios judaico de ira y justicia, no tenía nada en común con el Dios cristiano de amor.  Marción sostenía que era un fiel intérprete de la teología cristiana de Pablo, y como era un excelente organizador fijó, para su propia iglesia sectaria, un canon bíblico de acuerdo con sus ideas.  Eliminó todo el Antiguo Testamento y también algunos libros de la era apostólica.  Su Biblia consistía, por lo tanto, sólo del Evangelio de Lucas, los escritos del apóstol Pablo y un libro llamado Antíthesis, en el cual presentaba sus argumentos para rechazar el Antiguo Testamento.  Su colección de las epístolas de Pablo, llamada Apostólikon, consistía de diez cartas de Pablo: Gálatas, 1 y 2 Corintios, Romanos, 1 y 2 Tesalonicenses, «Laodicenses» (Efesios), Colosenses, Filipenses y Filemón.  Rechazó 1 y 2 Timoteo, Tito y Hebreos, y también alteró el texto de los libros que aceptó para que concordaran con su teología.

La obra de Marción obligó a la iglesia a definirse respecto a los libros que con justicia podrían ser considerados como parte de las Escrituras.  Lamentablemente hay pocas fuentes disponibles que muestren claramente cómo procedió la iglesia cristiana en este asunto a mediados del siglo II.  Un claro cuadro del canon del Nuevo Testamento sólo aparece alrededor del año 200 d. C.  Las escasas fuentes sobre este tema que están a nuestro alcance durante el período de que nos ocupamos, son las siguientes:

Justino Mártir, contemporáneo de Marción, escribió varias obras en Roma alrededor del año 150 d. C., en las cuales consideró los Evangelios como Sagradas Escrituras, al mismo nivel del Antiguo Testamento.  Cuando describe los cultos de la iglesia cristiana, dice que en sus reuniones los cristianos leían las memorias de los apóstoles o los escritos de los profetas (es decir, el Antiguo Testamento) antes del sermón (Primera apología, cap. 67).  Al escribir para los lectores paganos, Justino usó un término literario: apomn’monéumata, «memorias», para referirse a los Evangelios, lo que explica en el pasaje precedente (Id., cap. 66).  Al mencionar los Evangelios antes que el Antiguo Testamento cuando describe la lectura de las Escrituras cristianas, indica que la iglesia daba a los Evangelios una categoría por lo menos tan elevada como la del Antiguo Testamento.  Justino también declara (Diálogo, cap. 103) que los Evangelios habían sido compuestos por los apóstoles o por los discípulos de los apóstoles.  A veces introduce citas de los Evangelios con una fórmula como ésta: «Cristo ha dicho» (Id., cap. 49, 105); y algunas veces con la frase: «Escrito está» (Id., cap. 49, 100, 107).

Si bien se ha debatido cuántos Evangelios conocía Justino, es fuerte la evidencia de que usaba los cuatro.  Algunas de sus citas no están en la forma exacta en que aparecen en los Evangelios canónicos, y pueden haber sido tomadas de fuentes extrabíblicas.  En ese mismo tiempo en 2 Clemente se usan dichos de Jesús que no se hallan en los Evangelios canónicos (cap. 4-5, 12), por lo tanto no sería sorprendente que Justino hubiera hecho lo mismo.  Los escritos de Justino demuestran que no sólo estaba familiarizado con los Evangelios sino también con Romanos, 1 Corintios, Gálatas, Efesios, Colosenses, 2 Tesalonicenses, Hebreos, 1 Pedro y Hechos.  En una declaración tomada del Antiguo Testamento cita el Apocalipsis y un dicho del Señor (Diálogo, cap. 8l).

Taciano, discípulo de Justino, compuso una armonía de los cuatro Evangelios canónicos con lo cual parece indicar que consideraba que esos libros no estaban entre las obras apócrifas.  Esta armonía conocida como Diatesarón (literalmente «A través de cuatro»), parece que era la forma autorizada en que el relato evangélico circuló durante unos dos siglos en la iglesia de habla siríaca.  Ver la p. 123.

Teófilo de Antioquía (m. c. 181 d. C.) coloca los Evangelios en el mismo nivel de los libros proféticos del Antiguo Testamento, y declara que fueron escritos por «neumatofóroi», «[hombres]  llevados por el espíritu» (A Autólico ii. 22; iii. 12).

El libro del Apocalipsis era tenido en alta estima en ese tiempo.  Eso lo indican Justino Mártir (Diálogo cap. 81), Teófilo (Eusebio, Historia Eclesiástica iv. 24) y Apolonio (Eusebio, Id. v. 18).

El canon del Nuevo Testamento a fines del siglo II

A fines del siglo II es evidente que existía un canon, o sea un conjunto de libros reconocidos generalmente como los que constituían el Nuevo Testamento.  En diversas partes del mundo romano hay testigos que afirman la existencia de un canon tal.  De Roma procede un documento llamado el Fragmento Muratoriano; de las Galias, el testimonio de Ireneo de Lyon; del África, el de Tertuliano de Cartago; y de Egipto, el de Clemente de Alejandría.  La lista sistemática más antigua de libros del Nuevo Testamento que se conoce es el Fragmento Muratoriano, que recibe su nombre de su descubridor, L. A. Muratori, quien la encontró en la biblioteca de un monasterio de Milán en 1740.  Faltan el principio y el fin del documento, su latín es bárbaro y pésima su ortografía.  Por lo general los eruditos han llegado a la conclusión de que este fragmento originalmente fue escrito en Roma a fines del siglo II.  Presenta una lista de los libros que podían ser leídos públicamente en la iglesia y también menciona varios libros que no debían ser leídos.

En la porción que falta en el comienzo del Fragmento Muratoriano había evidentemente una observación acerca de Mateo; seguía una nota acerca de Marcos de la cual sólo se ha conservado una línea.  Como Lucas es llamado el tercer Evangelio y Juan el cuarto, sin duda Mateo encabezaba la lista.  A continuación sigue Hechos de los Apóstoles, y después vienen las epístolas en este orden: 1 y 2 Corintios, Efesios, Filipenses, Colosenses, Gálatas, 1 y 2 Tesalonicenses, Romanos, Filemón, Tito, 1 y 2 Timoteo.  También incluye Judas y 1 y 2 Juan.  Se han omitido Hebreos, Santiago, 1 y 2 Pedro y 3 Juan.  Hay otros libros que son puestos en duda o se rechazan completamente.  En el Fragmento se declara que aunque el Apocalipsis de Pedro (no debe confundirse con las epístolas de Pedro) es aceptado por algunos, otros pensaban que no debía ser leído en las iglesias.  Terminantemente se niega un lugar en el canon a las epístolas a los Laodicenses, a los Alejandrinos y al Pastor de Hermas.  Acerca del Apocalipsis se declara en el Fragmento, que aunque Juan escribió a las siete iglesias, habló a todas.

El canon del Nuevo Testamento de Ireneo puede reconstruirse fácilmente teniendo en cuenta las numerosas citas bíblicas de Ireneo.  Reconoce los cuatro Evangelios como los únicos canónicos y los caracteriza como las cuatro columnas de la iglesia (Contra Herejías iii. 11. 8).  También acepta 13 epístolas de Pablo, 1 Pedro, 1 y 2 Juan, Hechos y Apocalipsis.  Ireneo no cita de Hebreos, Santiago y 2 Pedro, y quizá hayan estado ausentes de su colección de libros del Nuevo Testamento.  Tampoco menciona 3 Juan y Judas, pero eso puede haber sido accidental, pues ambas son muy cortas.  Pero es evidente que Ireneo consideraba al Pastor de Hermas como canónico pues introduce una cita de esa obra con las palabras: «La Escritura declaró» (Id., iv. 20. 2).

Un estudio de los escritos de Tertuliano revela un cuadro muy parecido respecto a su canon del Nuevo Testamento.  Aunque citaba la Epístola a los Hebreos, no la consideraba como canónica, pues pensaba que había sido escrita por Bernabé (Sobre el recato cap. 20).  Tertuliano aceptó el Pastor de Hermas durante sus primeros años, pero lo rechazó más tarde.

Clemente de Alejandría, un representante de la iglesia oriental, mostraba una inclinación más liberal hacia los escritos sagrados de lo que era habitual en el Occidente.  Además de los cuatro Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, también usaba, aunque en un nivel algo inferior de autoridad, los evangelios apócrifos de los Hebreos y de los Egipcios.  Su canon del Nuevo Testamento abarcaba también 14 libros de Pablo, incluso Hebreos, que la iglesia oriental aceptaba sin vacilaciones como epístola paulina, 1 Pedro, 1 y 2 Juan, Judas, Hechos y Apocalipsis, así como la apócrifa Epístola de Bernabé, el Apocalipsis de Pedro y otros escritos no canónicos.  No se puede determinar si conocía a Santiago, 3 Juan y 2 Pedro.  Los escritos de Clemente muestran con claridad que algunos libros rechazados por la iglesia occidental como no canónicos se usaban todavía sin escrúpulos en el Oriente.  Sólo en el Occidente se hacía en ese tiempo una clara distinción entre los escritos apostólicos y los que no lo eran.

Un estudio de los principales testimonios referentes al canon del Nuevo Testamento a fines del siglo II, muestra que los cuatro Evangelios, 13 epístolas de Pablo, 1 Pedro, 1 y 2 Juan, Judas, Hechos y Apocalipsis se reconocían generalmente como canónicos.  Mientras que algunos en el Occidente aún ponían en duda a Santiago, 2 Pedro, 3 Juan y Hebreos, había quienes en el Oriente no tenían escrúpulos en usar como auténticos ciertos escritos apócrifos.

Este breve estudio muestra que el canon del Nuevo Testamento durante el siglo II no resultó tanto de un proceso de coleccionar escritos apostólicos, como de un proceso de rechazar aquellos cuyo origen apostólico no pudo confirmarse.  En el transcurso de los primeros cien años de la iglesia cristiana se escribieron muchos libros.  Cada secta cristiana y cada provincia había producido algunos escritos, especialmente los llamados Evangelios.  Estos libros eran copiados y distribuidos, lo que dio como resultado que el conjunto de la literatura cristiana creciera hasta alcanzar un enorme volumen.  Pronto resultó evidente que se había mezclado hiel con miel, según una expresión del Fragmento Muratoriano para describir obras que se adjudicaban un origen apostólico, pero que sin embargo contenían enseñanzas gnósticas.  Se hizo, pues, necesario que hubiera una clara norma en cuanto a estos libros espurios.

Una tendencia opuesta, que intensificó la necesidad de un canon, fue la manifestada por el hereje Marción.  Este, para tener apoyo para sus enseñanzas antijudías, no sólo rechazó todas las obras espurias sino también varios libros de indudable origen apostólico.  Su rechazo de tales obras genuinamente apostólicas más el uso difundido de escritos no apostólicos, obligó a los cristianos a decidir qué aceptaban y qué rechazaban.

Un principio que adoptaron para determinar la validez de un libro era la jerarquía del autor.  Rechazaban todo lo que no fuera claramente de origen apostólico, pero como una excepción aceptaron las obras de Marcos y Lucas, colaboradores íntimos de los apóstoles.  Otra base para la canonicidad era el contenido de los libros para los cuales se pedía un lugar en el Nuevo Testamento.  Libros que daban a entender que eran de origen apostólico fueron rechazados cuando se encontró que contenían elementos de gnosticismo.  Un ejemplo de obras tales es el seudoevangelio de Pedro.

Eusebio (Historia eclesiástica vi. 12) registra un hecho que ilustra la forma como los dirigentes de la iglesia aconsejaban en cuanto a la formación del canon.  Alrededor del año 200 d. C., la Iglesia de Roso, cerca de Antioquía, parece que estaba dividida en cuanto al uso del Evangelio de Pedro, y los miembros de esa iglesia sometieron su disputa a Serapión, obispo de Antioquía.  Este no conocía bien esa obra y, pensando que todos los cristianos de Roso eran ortodoxos, permitió su uso; pero cuando más tarde se dio cuenta del carácter gnóstico de ese evangelio, escribió una carta a los de Roso y retiró el permiso que había dado previamente.  Es sumamente interesante notar que un obispo permitió que se leyera en la iglesia un libro desconocido para él, sin duda porque llevaba el nombre de un apóstol como su autor; pero lo prohibió tan pronto como reconoció, debido a su contenido, su carácter espurio y su falsa paternidad literaria.  Pueden haber sucedido con frecuencia casos semejantes, aunque no se ha conservado el registro de tales decisiones.

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